Yo me quedo en el pueblo

Yo me quedo en el pueblo

Empezaban las vacaciones y me dispuse a hacer las maletas; me iba unos días al pueblo, un lugar de menos de cien habitantes en lo alto de una montaña donde, con suerte, encuentras un poco cobertura para revisar el correo y mirar tus whatsapps.

En la maleta puse mi ropa interior, mis pantalones Quicksilver, aquel vestido que me compré en NY, algunas prendas de más y mucha de la soberbia de una persona de ciudad que va a un pueblo de ganaderos.

Llegamos y nos fuimos directos a comer a casa de uno de los cincuenta primos y tíos que tenemos aquí. Curioso, pues empezamos comiendo seis personas y terminamos más de veinte en la mesa. Todos venían a saludar a ‘los primos de la ciudad’, y todos eran más que bienvenidos a una mesa en la que parecía que, aún sin avisar ni reservar con una semana de antelación, la comida llegaba para todos.

Hablamos de muchas cosas; yo les explicaba mis viajes a China, la importancia de tener un buen perfil en Linkedin, el proyecto de ‘engagement’ en el que he estado trabajando últimamente… ellos me miraban con cara de no entender.

Ellos me hablaban de la cosecha, de las fiestas de su pueblo, de la tranquilidad de vivir en el monte, de cómo ven crecer a sus hijos porque no tienen guarderías, de cómo terminan de trabajar agotados físicamente a media tarde y se ven todos en el bar del pueblo… yo lo escuchaba con una envidia que no podía entender.

De repente uno de la mesa dice: ‘Con todo lo que has estudiado y viajado, seguro que sabes mucho! Ya ves, yo sólo soy lo que soy, sin más’.

Yo me quedé sin palabras y me descubrí pensando en cuánta de la gente con la que trabajo cada día – incluida yo misma – son lo que son o son simplemente máscaras, imágenes de lo que quieren aparentar ser.

Y así pasamos el resto de los días: paseando por el río, visitando el embalse, descubriendo los rincones del pueblo, comiendo mucho y hablando más. En un sitio tan pequeño había tantas cosas que hacer y que comentar que ni siquiera reparé en que hacía ya una semana que andaba sin cobertura. Y tan feliz!

Ahora estoy haciendo la maleta otra vez, pues mañana volvemos a casa.

Ya he guardado el vestido de NY, los pantalones, ropa interior y demás; lo que no encuentro por ninguna parte es la soberbia, aquella que me hacía pensar que yo sabía más que ellos por vivir en una gran ciudad.

En lugar de soberbia se viene un gusanillo conmigo; uno que me habla bajito y me recuerda cuánto nos queda aún por aprender de los primos del pueblo.

A.G.C